viernes, 7 de octubre de 2011

PALABRAS CON POLLERITA

Christian Ferrer


            Alguna vez pensé que el proyecto de Diana Aisenberg era irrealizable; alguna vez lo sospeché interminable y muy difícil de coordinar; alguna vez supuse que la cabeza de artista de Diana se extraviaría en el laberinto de definiciones que, en más de un sentido, resultaba ser una galería de espejos deformantes. Me lamento ahora de haber confiado tan poco en Diana, pues en verdad nadie precisa de asesores o expertos en ideas y conceptos a fin de ovillar y desovillar las tensiones, los pormenores y los interrogantes que dan forma a la experiencia artística, y a la de quienes se sienten concernidos por ella. Diana Aisenberg ha realizado una proeza. La primera vez que recibí un correo informático clamando por respuestas a ciertas voces de diccionario, me sentí llamado a enviarle ideas, aún cuando nunca lo hice. Sin embargo, me acostumbré a esperar –y admirar– cada una de esas botellas al mar que Diana nos lanzaba, y que a su vez fueron por mí remitidas a posibles colaboradores. Una vez, en su casa, me mostró las ristras de material en bruto que había ido coleccionando en su computadora, y que parecían conformar la hilatura radial de un centro arácnido. No era así: ella llamaba “torta” a las sucesivas capas de respuestas ofrecidas por seres que solían ser, la mayor parte de las veces, anónimos o desconocidos. Era la lenta cocción, y no la intriga laberíntica, lo que mejor definía a su labor. La recolección de voces suponía un inmenso acto de amor. No minimizo los objetivos estéticos y políticos que concurren en este diccionario, pero al leerlo me doy cuenta que es inútil consultarlo como si se saqueara una cantera conceptual; más bien debe recorrérselo con la curiosidad y la alegría de quien se sabe aceptado como un huésped del lenguaje. El verdadero diccionario habita en la conversación –es decir, en las asperezas y suavidades de las preguntas experienciales que nos propone el arte– y no en el virtuosismo descripcionista de las academias, sean éstas formadas por personas solemnes o por personajes díscolos.
            Se diría una encuesta por correspondencia cuyo destilado podría ser apreciado aquí tanto como allá, en esta ciudad como en el orbe entero. Pero las voces que fueron remitidas al poste restante de Diana Aisenberg están acentuadas menos en castellano que en “argentino”: la resonancia lingüística es nuestra, y es éste atributo lo que vuelve imprescindible su lectura. El extranjero que lo consulte encontrará frutos en abundancia para degustar, pero el sabor de cada concepto es –perdóneseme la palabra– nacional. Basta recorrer las certezas e incertezas que convergen en la noción de “años ‘80” para darse cuenta que el diccionario de Diana se corresponde con una memoria o una confesión –generacional, además. Sin duda, el lenguaje de los artistas es mayormente balbuceante y su precisión, intuitiva, pero ambas condiciones en nada afectan al proyecto autoreflexivo del diccionario, que está a salvo del mal inverso que padece la gente que se dedica a las ciencias humanas: el “preciosismo conceptual”, es decir el “precisionismo”. Muy por el contrario: a fin de que esta red etimológica de la actualidad –historias del arte– pudiera ser volcado a la letra de molde era necesario no ya cuestionar al concepto mismo de definición sino también subvertirlo, y justamente por eso las definiciones no temen contradecirse entre sí, asumen contornos divertidos o asombrosos, y jamás dejan de hacer sentir al lector el perfume y el ritmo de la flora y fauna variadas que reclamaron su lugar en estas páginas. Exactamente seiscientos cuarenta y tres colaboradores, que concordaron en ser no tanto los partícipes de una multitudinaria obra colectiva como en dar vida a una inédita colectividad de personas capaces de proponer ideas valiosas que de otra manera se hubieran perdido para siempre en el aire de una conversación o en la elocuente mudez de un diario íntimo de trabajo. Diana, paciente, dedicada, angustiosa, obsesiva y amorosamente, acogió a todos ellos en su casa, este diccionario.
            De cabo a rabo del abecedario, al diccionario todo lo afecta, porque es una obra viviente que podría rehacerse todo el tiempo a sí mismo: “sensor y receptor de lo que está en el aire”, así se lee en el prólogo. Son palabras enredadas en voces. Algunas de las que consiguieron abrirse paso eran, por su obviedad, tan prescindibles como necesarias, tales como “artista” o “kitsch”; otras resultan ser, a primera vista, asombrosas; así: “pelo”. Pero no son pocos los argentinos nacidos a fines de los años cincuenta o comienzos de los sesenta para quienes Pelo significó el nombre de la primera revista de estética leída en su vida, y quizás por eso la desjerarquización sea artículo de fe del proyecto de Diana Aisenberg. Las opiniones vertidas son historias personales, e inevitablemente se confunden con el cuaderno personal, el diario íntimo y el confesionario, aún cuando su registro sea crítico, como un cuadro de época desenfocado adrede. Y aunque la consistencia de la obra parezca fragmentaria, al final termina conformando un todo cubista. La enumeración interminable y el rejunte fantástico comparten espacio con la concisión y el hallazgo definitorio; así también, el humor intencional se codea con la autocrítica involuntaria, y la verborragia inevitable con el monosílabo elocuente. A veces, las palabras acaban en el patíbulo: Museo: “muerte”; Neo: “refrito”. Una sonrisa aflora en la mirada del lector ante tales definiciones compactadas, o bien ante las extendidas. En casi todas, la solemnidad ha sido destituida de un saque en tanto que un vaivén zumbón las expone sexuadas. Y si la mayoría de los diccionarios se presentan a sí mismos con saco y corbata, éste prefiere usar pollerita. No obstante, ninguna de las felices ocurrencias incluidas logra disimular a la violencia silenciosa que es propia de la Historia del Arte.

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